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LO PUBLICO Y LO PRIVADO



“El hombre es por naturaleza un animal cívico –político-; y un hombre que por naturaleza, y no meramente por azar, es acívico, o bien inferior en la escala de la humanidad o bien está por encima de ella. La ciudad es anterior naturalmente a la familia y a cada uno de nosotros tomado individualmente. El todo es, en efecto, anterior a cada una de las partes que lo componen. Si el individuo separado o aislado no se basta a sí mismo, es que debe referirse al todo".
Aristóteles, política, I,2


Edilberto Lasso Cárdenas

Buena parte de la presente síntesis está fundamentada en los aportes valiosos de dos textos titulados “Historia de la vida privada”. Varios autores escriben sus reflexiones bajo la dirección de Philippe Ariès y Georges Duby. Uno de los textos habla del asunto apasionante de la vida privada del Imperio Romano al año mil y el otro, desde la primera guerra mundial hasta nuestros días.

Desde los griegos, la vida moral no fue nunca un asunto privado. Y eso, simplemente, porque el hombre no fue concebible como naturaleza aislada, realizable por su sola individualidad.

Los sofistas aparecen en la vida pública ateniense orgullosos creyentes en el poder de la razón humana. Son viajeros conocedores de los usos y costumbres de muchos pueblos y ciudades diferentes. Enseñan a los ciudadanos, a cambio de unos honorarios, el arte de discutir, de hablar en público, de argumentar; preparan, por tanto, para ser buenos ciudadanos. Desarrollan un pensamiento ilustrado, antropocentrista y, sobre todo, relativista. No son, propiamente filósofos. No especulan en el sentido teórico sino que son verdaderos promotores de los ideales ilustrados y democráticos de la ciudad. No les interesa la vida privada sino la pública.

Aristóteles busca la filosofía de la polis. La felicidad humana sólo es alcanzable en la ciudad –el hombre es un animal político- . La vida feliz es aquella que es conforme a la virtud. Sólo en la “ciudad” entendida en el sentido de la ciudad-Estado griega puede el hombre desarrollarse plenamente.

El llamado individualismo, tan característico de la época helenística, se gesta así, en los primeros años del siglo IV a.C., paralelamente a la crisis de valores –la muerte de Aristóteles simbolizan la muerte de la apuesta ateniense por la polis democrática-. Pero es ahora, con la caída del sentimiento de solidaridad en la comunidad de la polis, fruto sobre todo de los enfrentamientos entre nuevos ricos y nuevos pobres, cuando surge en toda su virulencia este individualismo -no se olvida que los filósofos helenísticos no hablan de ciudadano sino de individuo-. Ahora que la polis ya no es refugio de nada ni de nadie, la conquista de la felicidad pasa por lo individual. La autosuficiencia de la ciudad se buscará en el individuo, que será tanto más feliz cuanto más se baste así mismo. La filosofía se va a convertir, de hecho, en preocupación ética que tiene como objetivo ofrecer un modelo de vida -que se desea con tranquilidad exterior y paz interior-.

San Agustín habla de la Ciudad de Dios para referirse a una comunidad de los que creen en Dios y siguen su mensaje. Esto tiene una traducción inmediata en su concepción de la vida social y política. Su doctrina central es considerar el Estado con la única misión de ayudar a la salvación espiritual de los fieles. La Iglesia llega a construir espacios y tiempos públicos para los fieles. Después del edicto de tolerancia de Constantino -siglo IV- se construyen templos nuevos. La basílica cristiana, que con el tiempo se convertirá en el centro que define una ciudad, parte de la planta basilical de edificios públicos antiguos; su función es permitir la reunión del pueblo cristiano y la celebración eucarística. El espacio para el clero que oficia la celebración queda claramente diferenciado del espacio de los fieles. La cristianización del espacio abarca igualmente la consagración de los lugares en los que habían sufrido martirio los cristianos y que se convierten en espacios de devoción. Esa cristianización cultural no afecta sólo a la ordenación del espacio, sino también a la del tiempo: los cristianos van imponiendo un nuevo calendario, que se basa en la semana de siete días con la celebración del domingo como el día del Señor. Junto a la semana, está la fijación de las grandes fiestas como la Navidad, la pascua; todo el año se convierte en un año litúrgico en el que el santoral va determinando las fechas en las que se celebran los aniversarios de santos.

La Iglesia ejercía, desde la edad media, su alta vigilancia sobre los actos y las intenciones. Esto lo hacía mediante el ejercicio de la confesión y de la dirección espiritual. Ahí en ese pequeño espacio se escuchaban la vida privada de laicos y religiosos. Parece ser que la mayor parte de los “pecados” giraban alrededor de la pasión sexual.

Lo público y lo privado en Roma

“Nos adentramos en un terreno completamente virgen y singularmente peligroso. Nos vimos en la necesidad de abrir aquí y allá, en medio de un auténtica maraña, los primeros claros, de trazar caminos, y, como esos arqueólogos que, sobre un terreno inexplorado cuya enorme riqueza les es conocida, pero que da muestras de ser demasiado vasto para poder ser excavado sistemáticamente en toda su extensión, se limitan a cavar algunas zanjas de señalización, hubimos de resolvernos a unos sondeos análogos sin acariciar la ilusión de poder llegar a despejar una verdadera visión de conjunto sin conseguir avanzar más que a tientas. Confiamos al menos en que aguzarán impulsos de curiosidad e incitarán a otros investigadores a proseguir el trabajo, a roturar nuevas parcelas, a despejar a fondo las que nos hemos contentado con desescombrar en su superficie”.
Georges Duby, Hist. de la vida privada tomo I

Los Griegos están en Roma, son lo esencial de Roma. El Imperio Romano no es otra cosa que la civilización helenística en las manos brutales de un aparato estatal de origen italiano. En Roma, la civilización, la cultura, la literatura, el arte y la misma religión son cosas procedentes. Roma es un pueblo que tuvo por cultura la de otro pueblo, Grecia.

Mientras que la escuela romana es un producto de importación y, como tal, se mantiene separada de la calle, de la actividad política y religiosa, la escuela griega formaba parte de la vida pública. Tenía como escenario la palestra y el gimnasio, ya que el gimnasio era una segunda plaza pública a la que todo el mundo tenía acceso y donde no era gimnasia todo lo que se hacía. La enorme diferencia entre la educación a la griega y la educación romana radica en que el deporte ocupaba la mitad de la primera; incluso las materias literarias -lengua materna, Homero, la retórica- se enseñaban en un rincón del gimnasio o de la palestra.

El hijo romano no puede hacer carrera sin el consentimiento del padre. El matrimonio romano es un acto privado, un hecho que ningún poder público tiene por qué sancionar: no hay que presentarse ante el equivalente de un alcalde o un párroco; es un acto no escrito e incluso informal.

Bajo el imperio romano, la moral reinante pasa poco a poco de una concepción del “hombre político” a la de un “hombre interior”.

Donde la vida pública era privada

¿Qué es lo que posee un romano? ¿Qué es lo que pierde si lo envían a un destierro? Pierde su patrimonio, su mujer y sus hijos, sus clientes y sus “honores”. Los nobles romanos tuvieron un agudo sentido de la autoridad y de la majestad de su Imperio, pero en cambio ignoraban lo que llamamos nosotros el sentido del Estado o de los servicios públicos. No distinguían bien entre funciones públicas y dignidad privada, entre finanzas públicas y fortuna personal.

El senado romano, que era un auténtico club, decidía si un individuo se hallaba en posesión del perfil social peculiar que le hacía apto para ser admitido en su seno y si aportaría su parte correspondiente al prestigio colectivo que se repartían entre sí los miembros del club. Las funciones públicas se trataban como dignidades privadas, y el acceso a las mismas pasaba a través de alguna vinculación de fidelidad privada.

En Roma no había función pública que no fuese un robo organizado mediante el cual los que ejercían aquélla esquilmaban a sus subordinados y todos juntos explotaban a los administrados. Todo funcionaba por mordidas -se acabó por fijar oficialmente las tarifas de las “mordidas”- y por propinas. Había gente especializada en las transacciones de recomendaciones y clientelas, por más que se tratara de una profesión desacreditada. La extorsión estaba a la orden del día. La cuestión no estaba en ser íntegro, sino en tener tacto, a la manera de un comerciante que no debe dar a entender a su clientela que sólo vende en su propio interés.

Lo que establece un escalafón entre los individuos que la componen son los cargos públicos más o menos elevados de que se hallan revestidos. Un individuo con un puesto público consideraba:”al servir al Emperador o a mi ciudad, con este puesto anual, puedo acrecentar definitivamente mi “dignidad” y la de mi casa. La “dignidad”, he aquí el motivo supremo. No se trata de una virtud de respetabilidad, sino de un ideal aristocrático de gloria; cada noble se apasiona por la dignidad que posee. La dignidad se adquiere, se aumenta y se puede perder. Sin dignidad se es un don nadie. Semejante dignidad pública era en realidad una propiedad privada.

En suma, la clase gobernante no cuidaba tanto de reclutar gente eficiente como de escoger individuos que le mostraran en un espejo el conjunto de cualidades privadas que más apreciaba en sí misma: opulencia, educación y autoridad natural.

Hay dos especies de clientela: unas veces es el cliente quien tiene necesidad de un patrono; pero otras es el patrono quien corre tras el cliente, en su propio provecho. En la primera especie, el patrono ejerce realmente un poder; en la segunda, los patronos se disputan entre sí los clientes, que son los verdaderos amos. Entonces es el patrono quien tiene necesidad del cliente.

A causa de la misma indistinción entre lo público y lo privado, cuando se quería designar a alguien, se caracterizaba su persona por el puesto que ocupaba en el espacio cívico, y por sus títulos y dignidades políticos o municipales; todo ello formaba parte de su identidad. Cuando un historiador o un narrador introducían a una persona especificaban si era esclavo, plebeyo, liberto, caballero o senador.

Lo que quería decir “Intervenir en la vida política “, es decir “ejercer las funciones públicas” no se consideraba como una actividad especializada: no era más que la realización de un hombre plenamente digno de tal nombre, de un miembro de una clase gobernante, de una persona privada ideal; no tener acceso a los cargos públicos, a la vida política de la propia ciudad, era ser un mutilado, un hombre sin importancia.

Cada una de aquellas dignidades públicas les salía en efecto muy caras. La indistinción entre fondos públicos y patrimonios privados no funcionaba en una única dirección. Sacaba de su propio peculio para pagar fiestas, combates de gladiadores, banquetes públicos etc.; de todo ello se iba a resarcir enseguida con el gobierno de alguna provincia ¿larguezas como esas se llevaban a cabo por generosidad privada o por imposición pública? Por ambas cosas a la vez.

Los ricos romanos se sentían personajes públicos; invitaban a todo el mundo a la boda de su hija. A la muerte de su padre, toda la ciudad estaba convidada al banquete funerario y a los combates de gladiadores. Todo ello se convirtió muy pronto en obligación suya.

¿En qué se reconocía una ciudad? En la presencia de una clase ociosa, la de sus notables. Su ociosidad era el aspecto principal de su “vida privada”. La Antigüedad fue la época de la ociosidad considerada como mérito. Esa nobleza sentía desdén por el campo y desconfianza respecto a las ciudades en las que había trabajadores. Era plenamente hombre quien vivía ocioso. Según Platón, una ciudad bien organizada sería aquella en la que los ciudadanos se mantendrían gracias al trabajo rural de sus esclavos y dejarían los oficios en manos de la gente de poca monta: la vida “virtuosa” la de un hombre de calidad, ha de ser una vida ociosa. Según Aristóteles, sólo los hombres ociosos se hallan moralmente conformes con el ideal humano y merecen ser ciudadanos de pleno derecho. Riqueza equivalía a virtud. Los trabajadores, según Aristóteles, no eran capaces de gobernar la ciudad.

Una imagen adecuada de la persona privada bien podría ser ésta: un individuo, libre y nacido libre, opulento y cuyos bienes de fortuna no son recientes, hombres de negocios bien educado e incluso cultivado, desocupado, pero que disfruta de una dignidad política. La vida pública obedecía a las decisiones de los miembros de la clase gobernante, y la vida privada, al qué dirán.

En Roma, la dimensión privada de la vida pública era aún más importante: hubo emperadores que se vieron en entredicho, no tanto a causa de su política como a causa de la inmoralidad de su vida privada. Cosas así desasosegaban y humillaban la arrogancia de los gobernados.

El nuevo espacio público

La comunidad cristiana era un espacio público. Se creó en el cuerpo de los mismos líderes. Se quería colocar a la sociedad de la Iglesia, gobernada y públicamente representada por hombres célibes, frente a la sociedad del “mundo”. El celibato señalaba inequívocamente la existencia de una clase de personas que eran fundamentales para la vida “pública” de la Iglesia, precisamente por estar apartadas ya para siempre de lo que era tenido por lo más privado de la vida del lego cristiano metido en el “mundo”.

Aspectos:
- El celibato, en el sentido estricto de abrazar un estado de abstinencia sexual permanente, era algo desacostumbrado para los hombres públicos del mundo romano.
- La excomunión implicaba la exclusión pública de la Eucaristía y sus efectos sólo podían ser anulados mediante un acto igualmente público de reconciliación con el obispo.
- A finales del siglo IV, el papel de la Iglesia cristiana en las ciudades se vio eclipsado por un nuevo y radical modelo de la naturaleza y de la sociedad humana creado por “los hombres del desierto”.

El prestigio del monje descansa en el hecho de que era el “hombre solitario”. Resumía en su persona el antiguo ideal de la sencillez de corazón. Lo había logrado por dos caminos: en primer lugar, había renunciado al mundo de la manera más visible que se podía. En segundo lugar, se dirige al desierto a recuperar interiormente la esencia del cristianismo.

Donde todo era público

En las décadas de los 70 a los 90 era frecuente, de manera más radical, que la familia se situara delante del individuo. La intimidad era imposible, no había manera de aislarse. Padres e hijos realizaban todos los actos de la vida cotidiana unos junto a otros. Todo el mundo se lavaba necesariamente ante la mirada de quienes estaban junto a él. Éstos eran invitados a volverse cuando la escena pudiera herir su pudor. En este espacio saturado era difícil hacerse un rincón para sí mismo. Imposible ocultar cualquier cosa a los ojos de las personas próximas. La noción de intimidad apenas tenía sentido. La sexualidad era tabú en las familias burguesas donde disponía de espacios privativos. Las muchachas no podían tener sus reglas sin que todo el mundo se enterase. Por lo que hace a las relaciones sexuales, algunas veces tenían lugar en los márgenes tanto del espacio privado como del público, en la penumbra, alrededor del baile, por ejemplo, detrás de unos matorrales. De ello resulta, por el contrario, una especie de vigilancia mutua; la vida privada era secundaria, subordinada, clandestina o marginal.

La vida privada se refugiaba también en los secretos. Secretos de familia, es decir, cosas que permanecían ocultas, incluso a los niños. Secretos personales: sueños, deseos, miedos, pesares, pensamientos fugitivos o tenaces, pero que generalmente no llegaban a exteriorizarse.

El individuo pasa por delante de la familia

En el siglo XX la vida privada escapa del enclave doméstico. A primera vista, la evolución de la familia es simple: ha perdido sus funciones “públicas” para sólo mantener las “privadas” -”privatización de la familia”-. La familia deja de ser una institución fuerte; su privatización es una desinstitucionalización. Nuestra sociedad se encamina hacia familias ”informales”. Pero también acontece que en el seno de la familia los individuos conquistan el derecho a tener una vida privada autónoma. Dentro de la vida privada de la familia se erige de ahora en adelante una vida privada individual.

Los mejores signos del primado de la vida privada es el culto al cuerpo -la apariencia física-. La rehabilitación del cuerpo constituye sin duda uno de los aspectos más importantes de la historia de la vida privada. “Sentirse bien en la propia piel” se convierte en un ideal. No hay vida privada que no implique al cuerpo. En el centro de la vida privada, ocuparse del propio cuerpo no es, pues, solamente mantenerlo limpio, conservarlo y defenderlo contra los embates de la edad; se trata también de preservarlo de las enfermedades. El problema se presenta cuando la preocupación por mostrar, a la sociedad, una apariencia ideal (conservar la medida ideal a cualquier costo ¿dislexia, anorexia? desesperación por bajar grasa) hasta con la muerte.

La familia y los adultos se convierten para los adolescentes en los obstáculos para su vida privada. Éstos no están dispuestos a aceptar el control y vigilancia sobre su vida. De hecho no ven con buenos ojos que sus padres entren a su habitación o les aborden temas privados. Ellos han encontrado en sus pares la confianza para compartir intimidades; encuentran espacios agradables de socialización (taberna, discoteca). No hay censura. Ahí pueden saltar, gritar, cantar y contar los asuntos más álgidos de su vida personal. Se sienten escuchados, apreciados y tenidos en cuenta. Ellos saben de la soledad y abandono en que se encuentran frente a los adultos. Estos solamente los buscan para pedir cuentas o para las cantaletas acostumbradas -¡debes ir a una peluquería! ¡No me gusta como vistes! ¡Usas un lenguaje vulgar! ¡No me gustan tus amigos!-.

La conquista de la vida privada pasa así por un reparto entre el marido y la mujer de territorios domésticos y poderes. En el año de 1950 los hijos no tenían ningún derecho a llevar una vida privada. Su tiempo libre no les pertenecía: estaba a la disposición de sus padres, quienes vigilaban estrechamente sus relaciones y se mostraban muy reticentes frente a las camaraderías extrafamiliares. Leían sus cartas. Las prácticas educativas daban a los padres el poder de decidir sobre el porvenir de sus hijos. También alcanzaba la vida privada de sus hijos.

En los años 60 los jóvenes reivindican a su manera el derecho a tener una vida privada. Ellos rechazan las organizaciones estructuradas y regidas por normas de la vida pública como medios para ocupar sus momentos de ocio. Aun no dejamos de escuchar expresiones que reclaman autonomía y respeto a la vida privada “¡Déjeme hacer lo que me de la gana, es mi vida y no la suya!” “¡Yo sé lo que hago!” “¡Es mi tiempo, es mi dinero y hago con ellos lo que me da la gana!”. No deja de ser problemático el hecho de entrar a discutir alrededor de la autonomía del adulto con la que reclama el adolescente.

Hoy en día, el gran espacio de representación de lo público son los medios de comunicación

Howard Gadner, en su libro “Mentes líderes -1998- “destaca seis tendencias que afectan al liderazgo en el siglo XX. Vale la pena destacar dos. Una, la comunicación instantánea a la que estamos sometidos, a menudo simplista (la super-autopista mundial de la información). La segunda, la ausencia de intimidad, en la que la distinción entre lo público y lo privado ha quedado mermada con las figuras públicas y está siendo ignorada cada vez más con los ciudadanos particulares también.

La publicidad no dice nada, se burla de sí misma, es inconsistente y ligera. Pone en evidencia la realidad de un producto sobre un fondo de inverosimilitud o extravagancia. Juega con las palabras y con las imágenes y ante todo evita tomarse a sí misma en serio ¿Hay por ello que concluir que los valores y normas de la vida privada han invadido la esfera de lo público? La vida pública penetra, infunde e informa hasta lo más secreto e íntimo de la vida privada.

La prensa de comienzos de siglo se hallaba enteramente orientada hacia la vida pública. Podía hablar de política, de lo agrario, de ferias pero jamás de asuntos personales. Hoy es radicalmente distinto, los medios han invadido la vida privada, con consentimiento o sin él, de los hombres públicos -políticos, cantantes, actores o deportistas-.Se revelan los detalles más íntimos de la vida de las personas; hay que ver el programa de televisión Swite, las farándulas que presentan todos los noticieros de televisión, los realities. El éxito de un actor, de un político, de un cantante o de un deportista se mide por su notoriedad, es decir, por el número de personas que le conocen. El público está ávido de un conocimiento más personal; quiere entrar en la vida privada de los hombres públicos.

El escándalo privado se convierte en la mayor parte de los casos en un trampolín para tener éxito público. En otros casos, la gente no acepta de un funcionario público una vida privada escandalosa, así su vida pública sea exitosa –veamos no más los candidatos a la presidencia de EEUU-. Es decir la gente reclama consecuencia entre la vida pública con la vida privada. Podríamos llamar a esto la inseparabilidad entre la vida moral con la vida política.

La publicidad ha contribuido sobremanera al desmoronamiento de las antiguas reglas de la vida privada. La publicidad modela la vida cotidiana de nuestros contemporáneos. La comunicación pretende “hacer vivir en directo” el acontecimiento, como si el espectador fuera un actor. De este modo disuelve las fronteras entre lo público y lo privado.

La sociedad contemporánea, mucho más que todas las que la han precedido, es icónica. En una sola jornada, el niño de hoy en día ve centenares de imágenes: carteles en las calles, historietas, libros escolares suntuosamente ilustrados, cine, televisión todas las noches. Basta ver la acogida tan impresionante, por parte de los adolescentes, de las imágenes que aparecen en las laminitas. Lo imaginario ya no funciona a partir de enunciados transmitidos oralmente o por escrito, sino a partir de la ola –la metáfora no excesiva- de imágenes vertida por los medios. La sucesión de imágenes en un orden determinado, da un sentido a esa cronología visual. ¿Quiere eso decir que asistimos a una revolución copernicana en el funcionamiento de lo imaginario?

Hay que ver la manera como la imagen de un actor, una deportista, un músico impactan en los jóvenes y adultos de nuestro país. Nos apasionamos por una de sus prendas de vestir que los identifica, un peinado, una camiseta o un tatuaje.

Lo que estamos queriendo decir es que los conflictos más públicos tienen como escenario un lugar privado o a la inversa, los conflictos más privados tienen como escenario un lugar público. Pero aquí se presenta una situación compleja, si bien la gente no acostumbra a definir o comprender claramente la distinción entre público y privado es porque en muchas situaciones hemos disuelto lo público y lo privado. Miremos algunos casos: ¿no pertenece a la vida privada las visitas de hombres honorables a las muchachas públicas? ¿Una persona que decide acudir a la marihuana u otra droga, está atentando contra el orden público? ¿Una mujer que decide abortar en un país donde por ley no lo permite, está atentando contra la vida pública? ¿Se puede considerar un atentado contra la vida privada: el juicio que se pueda hacer de alguien que se confiesa homosexual, la confirmación del sida por parte de una persona próxima a nosotros, la facultad de leer, por parte de una empresa, el mapa genético de su obreros y de la dificultad que encuentra una persona mayor de 35 años para encontrar un trabajo?

La violencia frente a lo público y lo privado

Francisco de Roux, S.J afirma que el espacio público es el universo común, flexible ideológica y culturalmente, que sirve de ámbito simbólico o de hogar colectivo a la totalidad de los ciudadanos de una nación. Es el ámbito donde los conflictos encuentran soluciones desde una perspectiva capaz de acoger las diferencias. Es un espacio que congrega a todo grupo religioso, político y étnico. En igual sentido Annah Arenht parte de la aceptación de que el hombre es un ser político por naturaleza gracias a su capacidad para la acción y el discurso. Palabra y acción son elementos de la naturaleza humana que hacen posible o fundamentan directamente la vida política del hombre. Al afirmar que la esfera política surge de actuar juntos, de “compartir palabras y actos”, estamos diciendo que la acción no sólo tiene la más íntima relación con la parte pública del mundo común a todos nosotros, sino que es la única actividad que la constituye. Y precisamente, la libre comunicación de proyectos por parte de individuos se da en un espacio público donde el poder se divide entre iguales.

La experiencia en que se funda la violencia como totalitarismo -opacador del espacio público- es la soledad. Soledad como ausencia de identidad. La violencia, totalitarismo o tiranía conduce a la destrucción de la vida privada, al desarraigo del hombre respecto al mundo, la anulación de su sentido de pertenencia al mundo, la desaparición del tejido social y al silenciamiento forzado de la palabra. Esto lleva en fin de cuentas a un individualismo gregario donde estamos comprimidos los unos contra los otros, cada uno está absolutamente aislado de todos los demás.

La ciudad actual en general está pensada en términos de intimismo

Para la burguesía de la Belle Époque la vida privada coincide bastante con la familia. Se oculta a los ojos del público al tío descarriado, a la hermana tísica o al hermano de costumbres disolutas. Las habitaciones de recepción disponen así un espacio de transición entre la vida privada propiamente dicha y la existencia pública.

Si la vida privada constituye en la burguesía un campo claramente delimitado, no ocurre necesariamente lo mismo en los demás medios sociales. Las condiciones de vida impedían a los campesinos, obreros y clases humildes de las ciudades, sustraer las miradas extrañas una parte de su vida para que de este modo se convirtiese en “privada”. Está claro que la vida privada no tiene el mismo sentido ni el mismo contenido para el pueblo napolitano que para los burgueses franceses de la Belle Époque. Para los pueblos de la región toda su existencia transcurría más o menos a la vista de una colectividad que conocía los mínimos detalles de su vida. En cierto sentido, tener una vida privada era un privilegio de clase: el de la burguesía poseedora de grandes residencias y que a menudo vivía de sus rentas. Las clases trabajadoras se veían obligadas a conocer formas variadas de interpenetración entre su vida privada y su vida pública.

La primera gran revolución del siglo XX tiene lugar en el campo del trabajo. Los lugares de trabajo no son los mismos que los de la vida doméstica. En tanto que el universo doméstico se exime de las reglas hasta hace muy poco relacionadas con el trabajo que se desarrolla en él, el mundo del trabajo ha dejado de regirse por normas de ámbito privado para adoptar convenios colectivos. Esta época se caracteriza por varios aspectos. El primero por la especialización de los espacios: trabajar en casa o en el establecimiento de otros era a comienzos del siglo la diferencia por antonomasia. Para una muchacha lo ideal era permanecer en la casa de sus padres sin trabajar. Si debe trabajar, lo mejor es hacerlo permaneciendo en casa de sus padres, como costurera de confección. Solamente las muchachas de las clases sociales inferiores van a trabajar fuera: a la fábrica, al taller o como criada, a casa de un particular. El segundo tiene que ver con la posibilidad que tiene la persona de trabajar en casa, pero para otro: tal es la situación de los trabajadores a domicilio. Pero también se puede trabajar para uno mismo, y ésta es la situación de los trabajadores independientes. La situación de los obreros a domicilio es muy desigual. Se gana más como criado en casa ajena que tejiendo a domicilio. El oficio de tejer no les permite vivir. ¿Dónde situar la vida privada de la persona? ¿En la huerta, cerca de su casa, donde se encuentra con su novio, su futuro marido? ¿En la cama donde duerme la señora, abrumada por el cansancio? Pues aquí el trabajo se encuentra totalmente integrado en una esfera privada a la que termina por absorber enteramente: la vida y el trabajo se confunden. No se trabaja en el mismo lugar que se duerme o se come. Debe quitar la mesa de la comida para ponerse a coser o para dejar sitio a la niña que tiene que ponerse a hacer sus deberes

El hecho de que el trabajo se desarrolle en el espacio doméstico implica su relativa apertura a las personas extrañas. La sala donde vive la familia, también lugar de trabajo, puede incluso convertirse en lugar de conflictos de trabajo. Vemos que los conflictos más públicos pueden tener como escenario un lugar privado. En cierto modo, se deja de tener casa propia cuando se trabaja en ella. En este sentido, el retroceso del trabajo a domicilio responde a la reivindicación de una vida privada. ¿Cómo podría hoy en día aceptarse trabajar en la propia casa para otros cuando ya ni siquiera se acepta trabajar en ella para sí mismo?

Este compromiso de toda la familia en una misma actividad económica implica una confusión relativa entre la vida privada y el trabajo productivo. Confusión evidente a nivel financiero. La empresa es privada: el éxito del grupo familiar se inscribe claramente en el espacio colectivo. El éxito privado, puesto que es de orden económico, es también público. La indiferenciación del espacio implicaba la del tiempo. Cuando los clientes encontraban la puerta cerrada no titubeaban en llamar a la ventana de la cocina en la que cenaba la familia y enseguida se les atendía. Para que el tiempo de la vida privada no esté al alcance de los clientes, es preciso disociar los espacios, separar el almacén del domicilio. Los comerciantes alquilan una habitación, tienen dos direcciones, y pronto dos teléfonos, de los cuales sólo uno figura en la guía. Es el precio que debe pagarse para salvaguardar la vida privada. Vemos así afirmarse en nuestra sociedad una clara separación entre vida privada y trabajo profesional. El trabajo profesional no implica relación con una clientela que amenazaría a la vida privada.

Los padres de antaño eran autoritarios por necesidad tanto por costumbre: cuando amenazaba la tormenta no se pedía la opinión a los hijos para hacerle entrar el heno, y era necesario que alguien fuese a buscar el agua, la madera. La necesidad tenía fuerza de ley. La familia ejercía un control bastante fuerte sobre sus propios miembros. El marido era el jefe; la mujer casada tenía necesidad de su autorización escrita para abrir una cuenta en un banco para gestionar sus propios bienes. Podemos preguntarnos si el reparto de los papeles masculino y femenino no conducía a otorgar el poder a las mujeres en la esfera privada -al interior de la familia “ama de casa”-. Al hombre correspondía el exterior: las transacciones, la representación de la familia y la política.

Para una mujer, trabajar fuera de casa era un signo de una condición particularmente pobre o despreciable. El trabajo doméstico de las mujeres ha sido denunciado como alineación, como un sometimiento al hombre. Por el contrario, trabajar fuera de la casa se convierte para las mujeres en el signo tangible de su emancipación. ¿Por qué ha hecho falta esperar a la mitad del siglo XX? ¿Por qué se ha producido esa evolución primero en las capas urbanas asalariadas antes de ganar progresiva y lentamente al conjunto de la sociedad?

Al trabajo en la propia casa se oponía a comienzos de siglo el trabajo en la casa de los demás. La forma ejemplar de trabajo en casa ajena viene dada por la servidumbre. Sus miembros pierden cualquier tipo de vida privada para pasar a integrarse en la vida privada de sus amos. La servidumbre deberá evitar ser prolífica, y su vida privada sólo podrá ser clandestina o marginal. Por el contrario, participa de la vida privada de sus amos – tanto de sus achaques, caprichos, desavenencias e intrigas como acostarse, despertar, el aseo y la comida-. La relación entre amos y criados se asemeja más a una relación familiar que a un contrato de trabajo. La fábrica no es el espacio privado de cualquier persona, sino un espacio público regido por normas impersonales.

A comienzos de siglo, sólo los burgueses tenían pleno derecho a llevar una vida privada. Las clases populares en cambio se definían ante todo por el trabajo, y su vida privada debía someterse ante todo a las obligaciones laborales. En definitiva, únicamente los burgueses tenían derecho a un domicilio autónomo -lugares al que el obrero no podía pasar sin autorización-.

La disolución entre vida privada y vida pública de trabajo se inscribe hoy en día en la configuración misma de las ciudades y en la estructura de la utilización del tiempo. Ya no se trabaja en el mismo sitio donde se vive; ya no se vive donde se trabaja. Las familias burguesas disponían de espacio: habitaciones de recepción, una cocina y sus anexos para la criada, un cuarto para cada uno de los miembros de la familia. Los obreros por su parte se apiñaban en viviendas compuestas por una sola habitación. La superpoblación era la regla.

Los burgueses tenían una vida privada mucho más dilatada. Disponían de más espacio privado

La existencia, para un burgués, se divide en tres partes desiguales: la vida pública, que esencialmente consiste en el trabajo, la vida privada familiar y la vida personal, todavía más privada. La conquista de un espacio para la vida privada no equivale exclusivamente a la apertura de un espacio familiar, sino también a la obtención de los medios para salir de él. El automóvil permite escapar del enclave familiar a quienes lo deseen. Las amistades trabadas en la montaña durante las vacaciones o los amores saboreados en la playa constituyen una de las grandes novedades del siglo XX: por una paradoja, la vida privada termina así por escapar el enclave doméstico e invade el anonimato de algunos lugares públicos.

La especialización de los espacios rompe la igualdad conyugal y hace de la mujer una sirvienta. Es la criada del marido. La segregación de los espacios productivo y doméstico transforma el sentido de la división sexual de las tareas e introduce en la pareja la relación de amo a servidor que antaño caracterizaba a la burguesía.

En principio el muro de la vida privada rodea al universo doméstico, al de la familia y al de la vida en común. Lo que ocurre en el universo doméstico pertenece estrictamente a la vida privada. Se destaca la distensión de los lazos familiares: la conquista del espacio; desde este punto de vista, el siglo XX puede ser considerado como la época de la conquista del espacio.

En efecto, antes de esta revolución de la vivienda se compartía necesariamente la propia vida privada con quienes vivían en el mismo espacio doméstico. El muro de la vida privada separaba el universo doméstico del espacio público, es decir, a los extraños al grupo familiar. Pero, detrás de este muro, salvo en la burguesía, no había lugares susceptibles de proporcionar un espacio privado a cada miembro del grupo: el espacio privado era, pues, solamente el espacio público del grupo doméstico.

Los grandes confidentes de la vida privada han sido el notario y el sacerdote. Al notario los campesinos y burgueses confiaban las estrategias familiares –matrimonios, compras y ventas-. El sacerdote confesaba y no vacilaba en aventurar las preguntas más privadas.

En el año 1975 para obtener la legalización del aborto -ley de Veil -se invocó el derecho a las mujeres a disponer de su propio cuerpo: “Es mi cuerpo y hago de él lo que quiero”.

Hace medio siglo la familia se situaba delante del individuo; ahora el individuo pasa delante de la familia. El individuo estaba incorporado a la familia; se confundía con su vida familiar; su propia vida privada era secundaria, subordinada y a menudo clandestina o marginal. La relación del individuo con la familia se había invertido. Hoy en día, salvo en el caso de la maternidad, la familia no es otra cosa que la reunión de los individuos que la componen momentáneamente: cada individuo vive su propia vida privada y espera que una familia informal venga a favorecerla.

El mejor signo del primado de la vida privada es el culto moderno al cuerpo. La apariencia física. En el medievo el cuerpo no era más que un harapo que impedía al hombre ser plenamente él mismo.

Dos movimientos simétricos marcan la historia de la vida privada durante el siglo XX. Por una parte, el trabajo emigra fuera de los domicilios y se establece en lugares impersonales regidos por una red formalizada por reglas jurídicas y de convenciones colectivas. El individuo conquista por otra parte, en el seno mismo de la familia, el espacio y el tiempo de una vida que a partir de ahora pasa a pertenecerle. La especialización de los momentos y los lugares aumenta el contraste entre las esferas pública y privada. Es necesario estudiar su articulación.

El paso de lo privado a lo público es a menudo brutal: muchos experimentan esta transición todas las mañanas, apenas han salido de casa y se encuentran atrapados dentro de un universo de trabajo con sus obligaciones y servidumbre. En contraste con la intimidad del hogar, cada salida al trabajo es una brusca zambullida en un espacio público indiferenciado, poco amistoso, incluso hostil: nos apiñamos en un vagón atestado, demasiado preocupados de poder “llegar a la hora justa”. No es una transición sino un salto.

Las obligaciones colectivas que la vía pública impone a estos medios de transporte privado convierten a los individuos en seres perfectamente anónimos y solitarios.

El barrio es un espacio de interconocimiento: la proximidad en el espacio crea un conocimiento recíproco o por lo menos aproximativo: quien no es conocido de todos aparece a sus ojos como un intruso. Cada persona es conocida por un determinado número de personas –vecino-. Llamaremos con Pierre Mayol conveniencia al conjunto de reglas que rigen los intercambios de vecindad. La conveniencia define perfectamente un espacio de transición entre lo privado y lo público. Su fundamento es el carácter a la vez inevitable e imprevisible del encuentro con el otro. Salir de casa es exponerse a encuentros, sin saber precisamente a quién se encontrará. El encuentro no pertenece al orden privado: no se ha escogido y se ha desarrollado en un lugar público y se limita generalmente a banalidades, “a lugares comunes”. Pero nadie puede evitar verse implicado personalmente en estos encuentros; el otro sabe quiénes somos y dónde vivimos. Sabe todo lo que se dice en el barrio y propala los rumores, sobre todo los que atañen a la vida privada.

Salir del propio barrio es, pues, exponerse. La conveniencia impone primero la propia presentación. Es conveniente ofrecer a los demás una imagen presentable de sí mismo. En pocas palabras, el espacio es vivido como un lugar en el que se descubren los mil y un detalles de la vida cotidiana: el barrio es esa escena pública donde todo el mundo se ve obligado a representar su vida privada.

La cajera de supermercado no espera únicamente un comportamiento estrictamente “comercial”, sino además un servicio más personal. El comerciante debe conocer a sus clientes, saber cuáles son sus gustos. La calidad del pan no salvará a la panadería si la panadera no es sociable.

Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, la vida privada de las gentes del pueblo se prolongaba fuera de sus casas en estos lugares públicos donde se despachaban bebidas, estrechamente vigiladas por policías y agentes.

La conveniencia permite que el barrio permanezca siendo un espacio abierto, público, y que, sin embargo, la vida privada de todo el mundo encuentre en él una prolongación, un eco, un apoyo, a veces también una censura. El barrio o la ciudad articulan una compleja transición entre lo público y lo privado. Es esta sabia articulación entre lo público y lo privado lo que la reciente urbanización ha destruido. Cada vez se pasa menos tiempo en el propio barrio; cada vez se tiene más prisa. El individualismo moderno se acomoda mal a estas tutelas. ¿Cómo hacer lo que se quiera si las comadres no dejan de espiar? Dentro de los mismos lugares de trabajo se crean islotes de sociabilidad informal.

El universo del trabajo se ha burocratizado: las relaciones cara a cara tienden a evitarse, y el poder del superior queda disimulado tras la aplicación de reglas impersonales, circulares y notas de servicio venidas de altas instancias.

Las cualidades privadas que un hombre público sabe poner en escena fundan su credibilidad de hombre público. La puesta en escena de hombres públicos en la vida privada no ha hecho desaparecer la curiosidad del público por su vida privada.

Mientras que el trabajo emigraba fuera de la esfera doméstica para instituirse en lugares públicos según normas impersonales, una vida privada individual se afirmaba en el seno mismo de la vida privada familiar haciendo estallar a veces a la misma familia y dando a la identidad corporal un nuevo valor.

Por un lado la vida privada se hace más privada; por otro, una vida pública que cada vez se vuelve más pública. Al polo público de la fábrica o de la oficina se opondría el polo privado del cuarto de aseo o de la habitación individual. Equivaldría a prescindir de la existencia de espacios de transición, mitad privados mitad públicos, que la urbanización destruye pero que se reconstituyen tenazmente en lugares diferentes a los antiguos barrios. La misma política se sirve de códigos privados para abordar asuntos públicos. La frontera entre público y privado parece, pues, más bien difuminarse.

A falta de una definición precisa de la vida privada, trataremos de decir lo que es en la sociedad totalitaria y en la nuestra -nazismo, estalinismo-. Queda abolido cualquier tipo de barrera entre vida privada y vida pública: no hay secreto de correspondencia; se dan investigaciones policiales a cualquier hora del día y de la noche; hay incitación a la delación, incluso en el marco familiar. Definir la sociedad totalitaria como aquella en la que la vida privada no existiría sería olvidar las astucias del hombre para preservar hasta el fin su “jardín secreto”, y éste podría quedar reducido a la elección de la propia forma de morir. Paradójicamente, se puede conjeturar que es precisamente en los países totalitarios donde la vida privada, entendida en el sentido estricto de vida secreta, encuentra un desarrollo más dilatado. En la sociedad soviética esencialmente esquizofrénica que nos describe Zinoviev, todo individuo lleva una doble vida: como ciudadano acata las normas; como prudente desviacionista las bordea como puede para abastecerse, aumentar sus ganancias y satisfacer su sexualidad.

¿Dónde están los “lugares de memoria” de la vida privada? ¿En los diarios íntimos, correspondencias, autobiografías o memorias? ¿Se ha atrevido alguien a escribir su vida privada sin omitir nada, sin exhibicionismo o sin retroceder ante las confesiones que implican a terceros, sin riesgo de represalias? ¿Qué ocurre cuando el historiador desea curiosear en los archivos privados para exhumar textos no destinados a la publicación?

Bajo Luís XIV, este Estado no se preocupaba por la salud de los hombres. La protección de los ancianos, mujeres y niños no interesaba al aparato del Estado. Prueba irrefutable de que un sistema dotado de un Estado débil puede ser, si no totalitario, sí al menos totalizante. Si el individuo quiere destruirse mediante la droga, ¿qué derecho invocaremos para impedírselo si su comportamiento no atenta contra el orden público? ¿No es el suicidio, que no es un crimen ni un delito, el punto culminante de la vida privada? ¿Cómo valoraremos la prohibición de trabajar antes de los dieciséis años y después de los sesenta y cinco? ¿Violación de la vida privada?

Todo candidato a una cátedra debe aportar un certificado de penales o someterse a un examen médico, ¿atentado a la vida privada? En efecto ¿aceptarían los padres de los alumnos a un profesor que hubiera sido condenado a una pena aflictiva e infamante o estuviese contagiado por el sida?

Numerosas son las decisiones y acciones orientadas a ampliar el campo de la vida privada y que implican implícitamente una llamada al derecho. El automóvil continúa siendo el símbolo de la libertad individual: permite escapar a los horarios de los trenes y de los aviones. Ir a donde se quiera, y desde el punto de vista jurídico es un lugar privado.

Los ancianos, antaño alojados por sus hijos, han sido abandonados a su soledad. La familia nuclear encuadrada por el trío de la modernidad -la casa, el coche y la televisión- puede llevar su existencia secreta.

Se decide recurrir al juez para resolver un problema privado, el divorcio. El recurso al juez resulta de la incapacidad de los individuos por dirimir los conflictos que afectan a su vida privada. El aparato judicial no se inserta en la intimidad, sino que son los hombres y las mujeres los que se ponen de acuerdo para que entre en su casa, incluso en su cama.

Así, pues, la vida privada no podrá ser definida como lo que escapa a las normas jurídicas, el matrimonio, el divorcio, el suicidio, la inhumación y el amor por un perro que requiere la intervención de un juez. ¿De qué vida privada se trata? ¿La de un viejo, la de un adolescente? El hilo conductor es el secreto. No el secreto absoluto, que por esencia no deja huella, sino la frontera que se mueve, según el tiempo y el lugar, entre lo dicho y lo no dicho. Tradicionalmente la historia de la vida privada se limita a la de la familia. Nuestra misión es franquear esta frontera e intentar una historia de la persona.

La palabra “secreto” aparece en el siglo XV y proviene del latín secretus, participio pasado del verbo irregular secerno, que significa separar, poner aparte. Estar “en secreto” es aceptar una red de complicidades. Es ocultar un embarazo socialmente inconfesable. El secreto absoluto está en la conciencia del individuo. Escapa a la investigación del historiador. Pero existen secretos de familia, de grupos primarios, del pueblo, del barrio, secretos profesionales y políticos, en pocas palabras, secretos “compartidos”. ¿Qué es una conversación “íntima” sino un intercambio de secretos, al que se suman algunas indiscreciones relativas a los demás?”Sólo te lo diré a condición de que lo mantengas en secreto. “Pero este secreto, apenas dicho, deja de serlo”. Si la vida privada de X ha sido repentinamente declarada “escandalosa” es porque se ha hecho pública, porque el secreto se ha levantado: pero el escándalo refuerza la cohesión de los escandalizados.

“Compartir un secreto”, ya se trate de respetables miembros de clubes victorianos, movimientos terroristas, sectas religiosas, grupos de homosexuales es escapar al infierno de la soledad. Pues el hecho de detentar un secreto es gratificante. El secreto quizá es también la condición de existencia de las relaciones interpersonales ¿No es acaso el secreto lo que nos fascina en el otro?

Varios autores, “Historia de la vida privada”. Bajo la dirección de Philippe Ariès y Georges Duby. Tomos, I, V. Taurus, Grupo Santillana de Ediciones, S.A, Madrid, 2001.