sábado

VOLVER A HACERSE HOMBRE EN NIETZSCHE


Edilberto Lasso Cárdenas

“Yo, lo mismo que el sol tengo que hundirme en mi ocaso, como dicen los hombres a quienes quiero bajar (...). ¡Mira!, esta copa quiere vaciarse de nuevo, y Zaratustra quiere volver a hacerse hombre” (32).

El hecho de que morir de Zaratustra sea comprendido en el sentido de volver a hacerse hombre, no es comprensible de suyo. Por eso debemos preguntar qué significa eso de volver a hacerse hombre tal como lo enuncia Zaratustra. Se trata de asumir la historia general del hombre como si fuese la propia, que indica ese sentimiento completamente nuevo y extraño que Nietzsche llamó humanidad en el aforismo 337 de la Gaya ciencia:

“Quien sea capaz de sentir la historia de los hombres en su conjunto como su propia historia, siente en una especie de generalización inmensa la amargura del enfermo que piensa en la salud, del viejo que piensa en los sueños de la juventud, del mártir que ve hundirse su ideal, del héroe en la noche de la batalla indecisa que le ha valido heridas y la pérdida de un amigo; (...) las pérdidas, las esperanzas, las conquistas, las victorias de la humanidad; tener en fin todo esto en una sola alma, condensarlo en un solo sentimiento; esto es lo que sin embargo, debiera constituir una felicidad que el hombre no habrá conocido hasta entonces, -felicidad de un dios, llena de poder y de amor, llena de lágrimas y de risa, felicidad que, como el sol de la tarde, dispensa continuamente su inagotable riqueza y la vierte en el mar, felicidad como el sol que sólo se siente el más rico cuando también el más pobre pescador rema con remos de oro. Sería entonces cuando ese divino sentimiento se llamaría...!HUMANIDAD!”.

En el abismo hecho de tiempo que es el hombre, quiere Zaratustra hundirse en su ocaso. Él es transeúnte sobre el abismo como su máxima temeridad y su mayor peligro, como el único capaz de experimentar, de llevar en la sangre el tiempo en su totalidad, en el que pasado, presente y futuro se confunden. El que no vive una sola dimensión temporal, que es el nómada del tiempo total, sólo ese es capaz de liberar el presente y redimir los hombres del pasado, al tiempo que inventar un nuevo porvenir.

El abismo es el vértigo del pensador que no es sólo un transeúnte, que tendría sólo una relación geográfica con lo que cruza, sino que él mismo es el abismo del tiempo, que lo arrastra y lo lleva consigo, que toma el nombre de eterno retorno, aquel pensamiento que Nietzsche y Zaratustra interrogarán con ímpetu, con espanto, con miedo, con angustia, a veces imposible de pensar, de superar, al tiempo como el único camino de una nueva superación y un nuevo comienzo. Pensamiento abismal que exige la desaparición del hombre en el sentido de ser un tránsito y un ocaso.

Ahora bien, Zaratustra pregunta: “¿cómo supera al hombre (383) que se obstina en permanecer, al cual sirve toda maquinación política? ¿A ese hombre prisionero del instante pasado en que ha perdido la apuesta por el hombre; en vez de reírse de su propio fracaso, se revuelca en el cieno de su desespero? Pues bien, el pensamiento abismal del superhombre es el que pone en obra tal desaparición. Él es el mar donde el más turbio río puede abismarse. Él es el porvenir donde puede hundirse en su ocaso el hombre actual.

Zaratustra anuncia el superhombre de muchas maneras. Digamos primero, no es el superman estándar que rechaza lo humano para hacer del arbitrario su ley. No es el científico benefactor de la humanidad, tampoco el político o el sacerdote que nos promete la felicidad paradisíaca en la tierra. Seamos sobrios y digamos más bien que el superhombre es un pensamiento plural; es la afirmación del azar, el juego, la risa y el baile que despojan de toda seriedad; a veces responde al movimiento de la “muerte de Dios” que “acentuará todos los antagonismos, todas las zanjas; supresión de la igualdad, lo cual constituirá la tarea creadora de hombres suprapotentes.

Al Superhombre no le está permitida la duración, es aquel que desaparece. Apenas entra en la vida, al tiempo entra en su fin, es aquel que vive hundiéndose en su ocaso, en el sentido en que la verdad humana está unida a la posibilidad de perecer. El incesante morir y el transitar de una forma a otra, es lo que Zaratustra ama en el hombre, porque para él morir es transformarse completamente en otro (s), o cuando dice: “por múltiples amargas muertes debe pasar la vida de un creador” (133).

El hombre no puede construirse una imagen válida de sí mismo en tanto que se ve disuelto en una multiplicidad de situaciones, historias y combates pulsionales. No hay un final donde confluyan las acciones de un sujeto para conformar a sí una historia de éste, ni tampoco un sentido que permita inscribir su vida personal en una totalidad unitaria, pues la unidad misma del sujeto se verá dispersa en el fluctuar del devenir.

Todo hombre se encuentra escindido en la medida en que en él persiste una resistencia contra todo aquello que busca definirlo, esquematizarlo, o resumirlo. La integridad en el individuo es tan sólo una comedia, así como su pretendida plenitud no es más que una máscara. La plenitud y la integridad son insostenibles ya que no hacen sino favorecer la consumación de lo que ocultan: la disolución del sujeto, su fragmentación. El sujeto no puede aspirar a una vida íntegra, lo único que se advierte en él es la fatalidad de su fractura, de su desintegración irremediable.

La esencia de todo sujeto está en la superación de sí mismo. Superarse a sí mismo consiste en un estado de “fatalismo alegre” donde la vida de un individuo sólo logra hacerse posible y completa a través de su disolución, de su estar inmerso en el todo, pero no en un todo que le es totalmente exterior, sino un todo que es su propio complemento, su admiración y su redención. “Saber suprimirse”, esto es, deconstruirse a sí mismo gracias a la afirmación de los hechos más mínimos y casuales que exigen el errar propio, el abandono de sí mismo en ese revoleteo infinito de todas las cosas problemáticas, de todas las cosas no fiables, de todas las cosas insoportables.

La supresión del individuo es su completud; su grandeza está por debajo de él, en su tragedia y en su saberse reír de sí, su grandeza está en lo que lo tortura, en lo que es su rabia y su consuelo.

Toda identidad ha de verse aniquilada en la escisión del sujeto, pero a la vez, se hace posible en él un orden exuberante de individuaciones, es decir, que su “sí mismo” crece con su “descuido de sí”. El sujeto se constituye como individuo en tanto decide abandonarse a la pérdida de su identidad y a la mezcla de azares.

Deberíamos aprender a hablar como un niño: “Cuerpo soy yo y alma” (60), o hablar como el despierto, el sapiente: “Cuerpo soy yo íntegramente y nada más” (60). Deleuze dirá que aún nos falta la madurez del niño para afirmar el azar, el juego, la risa y el baile; puesto que “reír es afirmar la vida hasta el sufrimiento, jugar es afirmar el azar hasta la necesidad, y bailar es afirmar el devenir en su totalidad.