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UN SUJETO AUTOBIÓGRAFO, LA ARQUEOLOGÍA DEL YO

El paso del Yo esencial al Yo contingente: “Auto” y “Bio”
1.1 “Auto”

“ Comprenderse es apropiarse de la historia de la propia vida de uno.
Ahora bien, comprender esta historia es hacer el relato de ella, conducida
por los relatos tanto históricos como ficticios, que hemos comprendido y amado. Es así como nos hacemos lectores de nuestra vida (…)”.
Paúl Ricoeur. “Autocomprensión e historia”.


EDILBERTO LASSO CÁRDENAS


Kart J. Weintraub (1991) comenta que la autobiografía está inseparablemente unida a la concepción del Yo. La tarea más modesta es poder llegar a una comprensión de la concepción del Yo que San Agustín, por poner un ejemplo, tenía de sí mismo y no de si él se comprendía así mismo “correctamente”. La cuestión no es tanto la reconstrucción de la auténtica personalidad de San Agustín como figura histórica sino la reconstrucción histórica de la concepción agustiniana de su propio Yo (p.25). Georges Gusdorf (1991) acentúa que: “el privilegio de la autobiografía consiste, por lo tanto, a fin de cuentas, en que nos muestra no las etapas de un desarrollo, cuyo inventario es tarea del historiador, sino es esfuerzo de un creador para dotar de sentido su propia leyenda. Cada uno es el primer testigo de sí mismo” (p.17).

La autobiografía reclama, en lo que al “AUTO” se refiere, una particular concepción del Yo o de sujeto en aras de acrisolar un yo auténtico, no puritano ni reduccionista, sometido, si se quiere decir así, en entredicho, alejado de un pseudo yo, y más afín, a toda comunicación impura o sincrética con diversos Yoes. Lo mismo ocurre cuando Paul John Eakin (1991) formula una pregunta que se va a convertir en un eje determinante a la hora de ver un sujeto más provisional que dado: “¿es el Yo autónomo y trascendente, o es contingente y provisional, dependiente del lenguaje y de otros factores para su propia existencia?” (p.79).

1.2 Yo esencial

De entrada hay que considerar que el sujeto o el Yo, no puede verse reducido a un “ente” inmóvil, pasivo y distante de toda auto-reflexión, decisión y acción razonables. La autobiografía, en el marco de la contingencia del Yo, va a apartarse de una serie de representaciones mentales fosilizadas y no abordadas críticamente. El autobiógrafo reconoce, a veces dolorosamente, que la vida propia ha estado teñida de experiencias ajenas, poco fiables, que desde la niñez fue incorporando y que con ellas armó un Yo único e irreflexivo, fruto más de condicionamientos y prejuicios sociales que de tejidos e hilos significativos propios. Inconsciente o conscientemente pudo conservar un pseudoconcepto de sí mismo al que tiene seguramente que confrontarlo, rasgarlo y abandonarlo en procura de arriesgarse a construir dialécticamente otro Yo. De modo similar, Paul John Eakin (1991) insiste que algunos argumentan en contra de la posibilidad de la autobiografía, en cuanto que el Yo que ahí se presenta es, por definición, trascendente e inefable y, por consiguiente, reacio a cualquier intento de reproducir su naturaleza en el lenguaje (p.87). Ese Yo trascendente va a ser caracterizado, según las perspectivas críticas de Edilberto Lasso Cárdenas (1998), y conforme con Richard Rorty, como naturaleza humana, es decir, un Yo dado, un yo nuclear, divinizado e inamovible (pp.39-43). En contraposición a esa comprensión del Yo nuclear, Victoria Camps (1991) dice precisamente que el filósofo no es el ojo metafísico o trascendental que ve la estructura “lógica” del mundo, o la estructura del diálogo simétrico, convencido de que con ello posee el criterio de verdad o la falsedad, del bien y del mal (p.80).

1.3 Yo contingente

“La autobiografía como género literario posee una virtualidad creativa, más que referencial. Virtualidad de poiesis antes que de mimesis. Es, por ello, un instrumento fundamental no tanto para la reproducción cuanto para una verdadera construcción de la identidad del yo (Villanueva,1991:108)”.
Francisco Ernesto Puertas Moya, Historia y fuentes de la Autobiografía, p.443.


Frente a ese Yo nuclear, Rorty abogará preferiblemente por un Yo contingente sometido a permanentes redescripciones mediante la creación de nuevos léxicos. En la interacción del hombre con el entorno, cada léxico se articula coherentemente en un conjunto de creencias y deseos. Creencias y deseos que por el hecho de estar atravesados por la contingencia no van a establecer correspondencia con la realidad como tampoco con la naturaleza esencial del Yo, al contrario, en la redescripción siempre hay espacio para una creencia mejor pues es factible el surgimiento de nuevos léxicos. El hombre, en ese proceso de redescripción permanente que hace de sí mismo en el conjunto de experiencias contingentes, no “tiene” las creencias y deseos sino que “es” una red de creencias y deseos en continua evolución. En otras palabras, las creencias y los deseos no se entienden como naturales o dados; los vamos construyendo lingüísticamente. El etnocéntrico comparte las creencias en la conversación provechosa, por eso, justificamos nuestras creencias ante aquellos cuyas creencias coinciden con las nuestras.

Guillermo Páramo Rocha (2006) al referirse a la autoconciencia, la conciencia crítica, es también una conciencia histórica, y no una conciencia suprahumana o supranatural (p.40). Del mismo modo, Carlos Nieto Blanco (1997) invita a: “(…) romper con el monismo lingüístico imperante en el Tractatus y aceptar que el lenguaje en general no es uniforme, ni unitario, sino que sirve para diversos propósitos (algunos tan variados como opuestos entre sí), por medio de los cuales sus usuarios interrogan, proponen, describen o imploran, por citar algunos casos” (p.138). Igualmente Paul John Eakin (1991), distante de un lenguaje único, atestigua que para Onley el lenguaje es un teatro de posibilidad, no una privación, a través del cual tanto el autor como el lector de la autobiografía se mueven hacia un conocimiento del Yo (p.82). Entonces, el lenguaje, más allá de condicionar la comprensión del sujeto bajo una mirada homogénea, brinda las alternativas para que el sujeto defina dinámica y provisionalmente su Yo. Yo que, entre otras cosas, se refresca permanentemente a través del desapego y la sospecha de lo que ha configurado.

El Yo contingente se va a ratificar a partir de la incompletud de sí, de su saber, sometidos, por supuesto, a permanentes metamorfosis, colisiones y desequilibrios conceptuales y existenciales. Igualmente, confirma el propósito de enfrentar la pervivencia, por una parte, de toda pretensión intelectual solipsista y dogmática, empeñada en asfixiar la palabra, el disenso, la inconformidad y la posibilidad de construir comunidad; por otra parte, rechaza unánimemente la implantación de todo totalitarismo político obsesionado en negar o eclipsar al Otro; en disolver la inmanencia de sentido, de la vida y del pensamiento. Precisamente, esa conciencia unilateral, que hoy ponemos en entredicho, es la nota predominante de la violencia considerada, por Habermas, como una patología comunicativa alimentada de su propio impulso destructivo.

El uso del escalpelo crítico, le ayuda al sujeto a perfilar un espacio de reflexión acogedor de las múltiples intervenciones. El error, la ambigüedad, la improvisación y la fatiga, puestas en escenas formativas, permiten reconocer la fragilidad del Yo, pero, sobre todo, la valía, la comprensión y el cuidado del Otro con el que interactuamos y que Levinás llamó acertadamente Alteridad. Por el encuentro con el Otro, discurre Gadamer, superamos la estrechez de nuestro saber corriente de las cosas, en cuanto que tenemos la voluntad para afectar y ser afectado por el intelecto de los demás.

El Yo se encuentra escindido en cuanto que en él persiste una resistencia contra todo aquello que busca definirlo, esquematizarlo o resumirlo. La integridad o totalidad en el sujeto es tan sólo una comedia; igual, su pretendida plenitud no es más que una falacia. La plenitud y la integridad son insostenibles ya que no hacen sino favorecer la consumación de lo que ocultan: la disolución del sujeto, su fragmentación. El sujeto no puede aspirar a una vida íntegra; lo único que se advierte en él es la fatalidad de su fractura, de su desintegración irremediable.

1.4 El concepto del Yo en la contingencia autobiográfica

La preocupación por el concepto del Yo apunta, dirá, Alberto Moreiras (1991) cuando señala que De Man describe el discurso autobiográfico como un discurso de autorrestauración (129). En este sentido Elizabeth Bruss (1991) lo confirma cuando advierte que el autobiógrafo provoca nuevas preguntas acerca del sujeto, nuevas ambiciones para comprobar o extender el ámbito de sus observaciones y la profundidad de su control estético y su expresión (p.70). Ese sujeto es cada vez más diferente, más móvil cuando esta autora destaca en las Confesiones de Rousseau: “Yo estoy hecho a diferencia de cualquier otro que nunca haya conocido; incluso me aventuraré a decir que soy como nadie en el mundo entero. Pueda que no sea mejor, pero por lo menos soy diferente” (p.75).

Un autobiógrafo provoca el interés de configurar y desconfigurar permanentemente un nuevo concepto de sujeto de manera consciente. Autores como Johnmarshall Revé (2003) considera que el autoconcepto es un término flexible y evolutivo que se modifica con nuestras interacciones a lo largo de nuestra vida, y donde está implicada toda nuestra emocionalidad. La autoestima es la valoración que hacemos del autoconcepto (p.142). Quizá sea necesario que el sujeto manifieste cierto descontento de sí, o lo que es lo mismo, evidencie inconformidad de todo lo que ha heredado. Probablemente descubra lo valioso que resulta adentrarse al interior de sí mismo en un clima de serenidad, paz interior y aceptación de sí a fin de tocar e interpelar su Yo. Se trata de asumir una actitud que se constata en dos situaciones, por una parte, se visibiliza en un sujeto que no se considera definido o dado; se aventura a indagar por lo que es o no es. Sospecha de sí en la medida en que se arriesga a abrazar una identidad fruto de permanentes tensiones, fragilidades, colisiones y desequilibrios conceptuales y emocionales. Por otra parte, está asociada, la actitud, a la búsqueda de escenarios enriquecedores y múltiples, donde el autobiógrafo pueda transitar su Yo sin censura y juicio, tal como lo pueden presentar desafortunadamente una serie de espacios, por lo general, monótonos y homogéneos en los que se mueve.